Por Ernesto Escobar
Revista Antenas Camagüey Cuba No. 5 Mayo-Agosto Año 2001 Pág. 27
La presencia de una obra de arte es, una invitación para descubrir y recorrer un mundo ajeno, familiar excitante. La contemplación de la obra de arte nos autoriza, y nos obliga, a inventarnos esto que llamamos imaginario del artista. Cuando este mundo pertenece, además, a una mujer, la aventura se multiplica. Porque se trata de sentir (si aceptamos lo que los griegos entendían por estesis) una experiencia vivida desde el lado opuesto del género, desde ese el lado tradicionalmente oculto y negado de la cultura que ahora se expresa, provocadoramente, a través de un medio que la praxis androcéntrica ha considerado como sólo excepcionalmente accesible a la disposición femenina.
Quizás debamos agradecer al " pensamiento débil ", esa vaga y prolítica armazón de textos que supuestamente niega los paradigmas teóricos de la modernidad, la aparición, en la segunda mitad de siglo pasado, de una nueva sensibilidad hacia el mundo de las mujeres. La subversión de los márgenes, el motín de los jóvenes, los negros, los homosexuales, las colonias, los " otros ", forzó, de alguna manera, una consideración del mundo femenino que rebasa la pose admirada ante la posibilidad de que la mujer asuma roles sociales considerados masculinos por la tradición occidental, como venía sucediendo con el movimiento fenimista de principios de siglo. Se inicia una percepción de la mujer que acepta y legitima los roles femeninos y de la feminidad como valores en sí mismos. La exaltación de la fragilidad, la inestabilidad, lo emocional, lo sensible, la fluidez cambiante, que normalmente se asocian al también " débil " sexo, se asume como nuevo valor frente al sistema cerrado y completo de vigor, la potencia, la energía - de connotaciones masculinas- que la noción moderna del genio individual tenía como universales y excluyentes.
La lógica del desarrollo del pensamiento democrático, raíz misma del movimiento moderno, obliga a la aceptación del " otro " como interlocutor, al admisión de una vivencia diferente, que es precisamente por ello una vivencia enriquecedora y esclarecedora de la propia. La práctica contestataria frente a cualquier tipo de autoridad, tenía que desembocar en el debilitamiento de unos universales que la sociedad occidental conserva todavía como rudimentos de un pasado premoderno, y que son, como en casi todas las culturas conocidas, intríncamente etnocentristas y patriarcales. El pluralismo, la compresión de la diferencia es el universal que se impone sobre las posiciones excluyentes frente a la verdad, la historia y la cultura.
Las obras de nuestras creadoras nos llegan, ahora, como interpelaciones desde ese otro; que asumimos como fundamentalmente ignoto, soslayado, oculto, fascinante; de la cubanidad; de la humanidad.
Comparten las artistas camagüeyanas, al mismo tiempo, la condición de ser producto de una cultura local, con sus singularidades dentro del contexto nacional, singularidades que sin requerir de un estudio científico especial, hacen de los camagüeyanos se sientan diferentes al resto de sus compatriotas. Además de este ser cultural que identifica a los que aquí viven, comparten ellas la experiencia del medio artístico local, también con sus características idiosincrásicas. Dentro de ellas, no sería la menos importante, la influencia ejercida por la formación en academias rusas del claustro que entonces lidereaba la Escuela Provincial de Artes Plásticas de Camaguey. Esto, junto con la existencia de la enseñanza de las artes plásticas del nivel elemental en la Escuela Vocacional de Artes Luis Casas Romero, posibilitó un aprendizaje más temprano, extenso y profundo del oficio. Habría que investigar hasta qué punto esa llamada vuelta al oficio de la generación de los 90 en Cuba se debió a la influencia de Academia camagüeyana.
Fue precisamente por esos años que empezaban a ingresar al Instituto (y en grandes cantidades) los primeros egresados de la escuela de Camaguey. La circunstancia de que comenzaran a oírse por esa época en la Habana los primeros ecos que de la defensa de la vuelta a los soportes tradicionales hiciera, diez años antes, en 1979, Achille Bonito Oliva -ayudaba también por la incipiente influencia de un mercado del arte (antes prácticamente desconocido en Cuba) que como en la Europa y los Estados Unidos de los 80, apoyó con entusiasmo esta reacción contra el intelectualismo del arte conceptual- hizo que la solidez técnica de los egresados de Camaguey fuera acogida con beneplácito.
Del mismo modo muchos creyeron que la generación anterior de artistas cubanos realizaba arte postmoderno, cuando, en realidad, desde Volumen I, se trataba de reeditar en el contexto cubano las experiencias que de arte de preocupación social se habían manifestado en Europa y América durante los veinte años anteriores; se confundía en los noventa la reaparición de la técnica en el ISA con ese movimiento que se iniciara casi simultáneamente, a principios de la década anterior, en los principales mercados del arte mundial: la transvanguardia que se núcleo alrededor del discurso de Bonito Oliva a partir de 1980 en Italia, la exposición de " Bad Painting ", y el Zeitgeist de la fundación Martin Gropius de Berlín. Con frecuencia se confunde la historia del arte con la historia de la crítica, o lo que es casi lo mismo: la historia del mercado. La crítica suela restringirse a lo que se compra, y se crea la impresión de que la ausencia de ventas equivale a una interrupción en la producción. En realidad ninguna de estas exposiciones hubieran podido realizarse si no hubiera sobrevivido la tradición realista en Norteamérica, la expresionista en Alemania o la pictórica en Italia, paralelamente al boom del Pop, el Minimal o el conceptualismo de los años 60 y 70. De la misma manera la tradición técnica sobrevivió en Cuba a pesar de los esfuerzos de la generación de los 80 por eliminarla.
Por ello, más que buscar una explicación para el estilo adoptado por nuestras tres artistas en la inefable influencia de un "espíritu de la época" siempre retrasado en uno o dos decenios, preferimos encontrarla en la dinámica concreta del contexto donde se desarrollan, especialmente en la peculiar formación que les brindó la Escuela Profesional de Artes Plásticas de Camaguey. Formación que propició la preferencia por soportes y técnicas tradicionales que, a inicios de los noventa, coincidieron con tas expectativas de una moda que incidía ya en el mercado de arte cubano, convergente con los intereses derivados de las instituciones de arte nacionales. La obligada referencia a artistas "internacionales" (internacionales por la industria promocional que los sostiene) se hace aquí más para explicar la acogida que recibieron estas artistas que para revelar la génesis de su creación.
Yasbel Pérez Domínguez llega aL ISA en 1990 con una obra donde combina citas de la pintura decimonónica, referencias al glamour de las revistas de moda y agregados de patchwork. Estas técnicas establecen, en sus relaciones, una referencia directa al universo femenino. A primera vista se trata de una combinación de las intenciones desacralizadoras del pop, características de La obra de WarhoL y Licheinstein, el feminismo militante del movimiento Pottern & Decoration de Schapiro y Kozloff y la manifiesta renuncia a la originalidad del transvanguardismo italiano.
Pero nótese que mientras Sandro Chia y Enzo Cucchi recurren a las técnicas del expresionismo y de la abstracción, Yasbel hace uso del mucho más laborioso y riguroso estilo de los neoclásicos del siglo XIX. En realidad su obra se conecta con una corriente mucho más antigua que corría paralela a los alborotos artísticos que caracterizaron al mundo occidental en la segunda mitad del siglo XX. Cabe mencionar la obra de Ernst Fuchs que retomaba la tradición y las técnicas pictóricas de Durero y del Bosco ya desde los años 50, y que junto a los otros miembros de la Escuela de Viena (Erich Brauer, Wolfgang Hutter, Anton Lehmden), preconizaba una vuelta a los esquemas medievales interpretados a partir de los aportes del surrealismo-aunque Yasbel, que comparte la técnica ilusionista y las intenciones de continuar una tradición de esta escuela, no intenta realmente referirse al Medioevo ni trata exactamente de reflejar el mundo del subconsciente. Su obra está más cerca del realismo fotográfico del neorromántico británico de los años 50 y 60 Lucien Freud o del también inglés Peter Blake; éste, aunque generalmente se le cataloga junto a los artistas pop, prefería ser tenido como otro prerrafaelista.
También podría valorarse la relación con las versiones sarcásticas de la obra de Ingres y Prudhon de Martial Rayse o las "traducciones" de los artistas de los saloons del sigLo XIX (Bougereau, Franz von Stuck, Jacob Jordaens) de Clem Clarke, si bien la relación de Yasbel con estos artistas estaría más en la referencia común al arte decimonónico en términos compositivos, que no en sus técnicas. Raysse y Clarke usaban una técnica más emparentada con la visualidad de la serigrafía comercial que con la original de sus referencias artísticas. En cuanto a Yasbel, la fascinación por el trompe l'oeil la acerca a los efectos de los hiperrealistas, sobre todo a los bodegones del chileno Claudio Bravo, auténtica continuación de la tradición de Zurbarán. Pero es, quizás, el entusiasmo por el contraste entre las diversas formas convencionales de representación que desplegaba David Hockney, la influencia que verdaderamente organice las intenciones artísticas de Yasbel Pérez.
Dentro de esta lógica de la inclusión representacional es imprescindible mencionar los aportes del arte feminista de las décadas del 60 y 70. Sobre todo el movimiento Pattern Pointing, de Catherine Porter, Joyce Kozlov y Robert Zakanitch, que intentó revertir los paradigmas revolucionarios del movimiento moderno a través de la exacerbación del elemento decorativo repetido, de la insistencia en el uso del patrón artesanal. Catherine Porter, con sus referencias a la decoración teatral de León Bakst y a la escenografía de los ballets rusos de Diaghilev tiene una trascendencia especial para la dimensión conceptual de la obra de Yasbel. Como veremos más adelante, el ballet y la escenografía constituyeron un hito determinante en su biografía. También la obra de Miriam Schapiro, sus imágenes ligadas a la simbología de la feminidad y su uso de materiales y técnicas típicamente femeninos, constituyen un antecedente importante que facilitó la aceptación de la obra de Yasbel entre los consumidores de arte cubano.
Yasbel comparte el carácter ligero, hedonista, del feminismo de Porter, Schapiro y Chicago. Como ellas, intenta la desvalorización del yo, la intención de abatir la barrera, tan importante para el movimiento moderno, entre el arte y la artesanía. Pero en ella existe una carga de ironía cómplice que sutiliza la exaltación plana de los elementos de la feminidad de sus predecesoras.
La ilusión, la realidad, título de una exposición en la Galería La Acacia de 1997, es particularmente revelador. En torno al juego entre estos dos conceptos opuestos se articula el discurso de Yasbel. La misma técnica, esa alusión a los códigos del arte académico europeo con que Yasbel mediatiza la referencia al kitsch, diluyéndola en vapores y embelesos decimonónicos, puede denominarse, según se quiera, arte realista o arte ilusionista. Se persigue crear la ilusión de realidad para crear la realidad de una ilusión. La ilusión de confort, de felicidad, de romance, propias de los mass media dedicados a las mujeres. O tal vez la ilusión de que son esas las ilusiones femeninas. EL trompe l'oeil, el uso de telas y encajes reales para vestir a los personajes, refuerzan, magnifican, la impresión de realidad, la intención de engaño. Así, esas telas reales parecen pintadas; las pintadas, reales.
El origen de este gusto por la simulación tal vez haya que buscarlo en el vínculo que la artista tuvo como escenógrafa con el mundo del ballet y el teatro entre 1989 y 1993. Además de la familiaridad con los satines, los vuelos, los fruncidos, cortinas y telones, está también la intención fingidora que todo ejercicio actoral o escenográfico implica. EL ballet clásico, sobre todo, es un acto supremo de artificio y refinamiento, de afectación de una realidad caducada: ese siglo XIX que tan importante parece para la obra de Yasbel. Y es que Yasbel se inició precisamente como bailarina en el mundo del arte. Compartió desde muy niña la fruición de integrar un ámbito -por lo menos para los esquemas populares cubanos- eminentemente femenino: el ballet.
El goce por aparentar un mundo ficticio, ideal, puede que se haya desarrollado a partir de experiencias todavía más remotas: sus juegos de la infancia en ese espacio casi privado, mágico, del Callejón sin Salida, calle de juguete que da al fondo de los cines donde la niña de la administradora del Casablanca solía fantasear entre butacas y personajes de sombras.
Muchos confunden sus personajes con autorretratos. Puede que el cuerpo de Yasbel adquiriera en el ballet esa esbeltez y gracilidad de movimientos que repiten las figuras que suele pintar, como pudo su mente haber obtenido allí el marco fantástico donde desarrolla sus ficciones. Pero quizás sus obras sean realmente autorretratos en una dimensión más íntima. Tal vez sus ilusiones simuladas oculten la amargura inevitable que los desengaños que la vida de adultos siempre nos reserva: la tesis que hubo que incinerar antes de ver desaparecer la tempera de mala calidad, el impacto de los primeros conflictos laborales, o la misma experiencia del mercado del arte, regido por una lógica y unas leyes que poco tienen que ver con esas teorías de la estética o de la historia del arte aprendidas en los recintos académicos. Teorías que resultan ser un engaño que subyuga por lo verosímil, pero que aparenta mejor la verdad mientras más se aparta de ella. Es el sentido de la ilusión que se rompe, pero que al mismo tiempo seduce cuando se exhibe a sí misma como ilusión.
La representación del arquetipo popular de feminidad a través de la sensualidad del gesto, del atractivo sexual del cuerpo, de las actitudes de novela gótica que asumen a veces sus personajes, del uso de los encajes y los oropeles, se traicionan revelándose como mero trompe l'oeil, como simulación intencionada de esa otra simulación. La simulación a que nos obligan los esquemas culturales aceptados por la sociedad.
O tal vez la lógica del engaño se invierta, recreándose con la complacencia en lo "bonito" oculta tras la pose del intelectual esnob que margina como frívolo el icono popular de feminidad. En efecto, ¿por qué tiene la mujer que dignificarse imitando la mentalidad masculina? ¿No puede haber decoro en la ilusión, el romance, el oropel, el encaje? ¿No será el esnob quien simule? EL éxito de Yasbel entre la clientela de México, Panamá, Biarritz, Ámsterdam, Río de Janeiro y Mónaco, delata unas necesidades estéticas entre las clases pudientes de estas ciudades que no están muy lejos de los cánones de los mass media. ¿No serán la élite y la masa lo mismo? En uno de sus cuadros de 1995 una mujer; vuelta de espaldas, nos mira mordiéndose el pulgar; en la mano izquierda sostiene una paleta y un pincel que parecen como pegados al lienzo. Al fondo un niño sufre amargamente una perreta: alguien le dijo que todo era sólo pintura.
El autorretrato en la obra de Aziyadé Ruiz Vallejo es más explicito. El perfil inconfundible de la autora aparece en las más disímiles actitudes a lo largo de toda su producción. Pero esto es solo lo más obvio. La línea, el color; la textura, la composición, el más nimio detalle constituyen auténticas representaciones del carácter de la artista, de su idiosincrasia.
Aziyadé se considera una niña eterna. Y como niña pinta. Sus imágenes transparentan un mundo cándido y amable, donde los espectros y monstruos de la niñez son con jurados por una presencia oculta y protectora: la personalidad de la propia artista.
Los recursos estilísticos utilizados la acercan obligatoriamente a otros creadores que han trabajado el mundo de lo primigenio. La sencillez límpida de la línea, la negación del volumen, la concentración en las texturas y en el ornamento son una referencia casi inmediata a la figuración de los primitivos, al mundo mítico de las sociedades primeras. Pero no encontraremos en Aziyadé la recreación de una mitología referida a un grupo humano, susceptible de ser investigada por un etnólogo, como pudiera suceder con Belkis Ayón o Manuel Mendive, sino la creación original de un universo mítico propio. Aziyadé no se refiere a la infancia de la humanidad, sino a la suya propia, y por extensión, a la de cada uno de nosotros. La figuración no atañe a ninguna cultura exótica o marginal: concierne a esos códigos de nuestra infancia que los olvidos de adulto hacen que nos parezcan atávicos, extraños, descentrados. Junto al dibujo y al color elemental están los esquemas ornamentales que pudiéramos encontrar en cualquier libreta de niña. En cualquier libreta escolar de la autora. Las referencias de Aziyadé están en su propia vida, en la casa familiar; en los espacios que la formaron mientras la veían crecer.
Esos espacios pertenecen, por supuesto, a la ciudad natal, a la tranquilidad conventual de las calles camagüeyanas, al universo mirífico de la telaraña de templos, plazas y patios interiores que forman la ciudad. El laberinto de tejados y tinajones que tanto se evocan dentro de ese otro espacio formador de la artista: las filigranas de barro y agua que urde la original arquitectura del Instituto Superior de Arte.
Después de graduarse de pintora en Camaguey comienza, en 1991, su formación como grabadora en el Instituto. Allí conoce a su entonces profesor y actual esposo: el reconocido artista, también camagüeyano, Agustín Bejarano. Inicia entonces la función simultánea de estudiante, esposa y madre. Presiones que repercutirán, enriqueciéndolo, en el universo creativo de la artista. La necesidad de cumplir con las obligaciones académicas, esa vivencia renovada de la niñez que significa la maternidad la presencia de una formidable competencia profesional dentro de casa: todo ello la compulsa a un desarrollo acelerado de sus definiciones artísticas.
Estas coincidirán, por fuerza, con los valores que el feminismo de los años 70 había introducido en el ambiente artístico. Sobre todo si se interpreta desde la perspectiva que definiera Lucy R. Lippard al concebir este fenómeno no como un movimiento o un estilo, sino como un sistema de valores, como una forma de vida. Desde este punto de vista "lo personal es político". Lo personal, esencia de la obra de Aziyadé, es político de una forma menos agresiva, tal vez más consecuente con los valores que defiende: solamente muestra un mundo construido desde la perspectiva del sujeto silenciado: la mujer, la niña. No hace falta más.
La maternidad le añade a las reminiscencias de la niñez una nueva dimensión. Se vuelven a vivir junto a los hijos las fantasías de la propia infancia. Fantasía que se despliega y aumenta con las nuevas experiencias infantiles de los pequeños que mira crecer. Aziyadé se ve a sí misma a través de los ojos de sus hijos. Reconstruye ahora su propia relación de niña con su mamá, con el universo femenino de su familia. Los cuadros se llenan de remembranzas de las tías, las abuelas, las mujeres, madres todas, que poblaron su infancia. Madres que, como deidades benéficas, exorcizaron los peligros y los miedos de entonces y conjuran, con una nueva presencia, revitalizada desde el arte, los de ahora. Mujeres que pierden el cuerpo, ese fetiche material de la mirada masculina, para fundirse con el cuerpo mayor: la tierra, los ríos, las fuentes, el cielo. Construye un cosmos de la feminidad, inaugural, como eran las mitologías de los pueblos antiguos. El dibujo es más esencial, el color más protagónico, las texturas lo invaden todo. Se regresa al lenguaje elemental de los primeros días del orbe. Las imágenes sorprenden por su sencillez y penetración. Renuncia a la profundidad ilusoria del dibujo para ganar en hondura espiritual. Las figuras se diluyen en los fondos texturados, los colores (muchos) se subordinan al primordial, al color de las fuerzas que rigen el mito particular que se relata, la feminidad se vuelve espacio, mundo. Se recupera la memoria del mundo mujer, del mundo madre.
La candidez y armonía de los ámbitos creados por Aziyadé, ¿el brillo diáfano de sus colores, no ocultan los conflictos que subyacen detrás de sus historias. Existe una voluntad de enfrentamiento en la misma manera en que representa su propia intimidad, en lo íntimo de la manera en que contempla la intimidad de otros. Sus narraciones son relatos que, por auténticos, conciernen a toda vivencia femenina. Quizá la mejor definición para la obra de Aziyadé sea el título de una de sus últimas obras: "Mírala como es".
Para Lisbeth Fernández Ramos la referencia autobiográfica es tal vez más parabólica. Lisbet es callada, recóndita, tranquila, como el propio Camaguey: teme diluirse en la ciudad. Cuando eventualmente regresa se niega a detenerse en la aparente quietud de una ciudad que no revela fácilmente los conflictos que la agitan por dentro. Recato este que acaso interese su fertilidad artística. Porque Lisbeth, que no tiene hijos ella misma, es prolífica paridora de niños de artificio. Como las antiguas madres mitológicas, moldea sus creaciones de barro primordial y les otorga un destino, una misión.
Las figuras infantiles son para Lisbeth un medio para reflexionar sobre los procesos de interacción entre la personalidad que crece y el medio que la forma. De cierto modo sus figuraciones son un reflejo de su propio desarrollo, primero en la ciudad natal y después en la Habana. Lo primero que salta a la vista es su intención de acercarse a la reproducción de actitudes cotidianas, naturales, del niño. Recurso que podríamos remontar a los clásicos vaciados en yeso de Georges Segal y otros escultores de la segunda mitad del pasado siglo, la combinación de vaciados y estructuras de madera en la venezolana Marisol Escobar, o los más recientes vaciados grises de John Davies. Pero a diferencia de ellos, Lisbeth no usa vaciados directos del modelo, usa la técnica tradicional de la terracota aprendida en la Academia camagüeyana. Tal vez su obra tenga más relación con la obra de Mandy Hovers, con sus minuciosas esculturas de cuero color carne. Para Lisbeth, la carne es el barro.
El barro, materia originaria de todas las cosmogonías tradicionales, es también un material protagónico en el contexto de la urbe nativa. El ladrillo, las tejas, los tinajones, la cerámica tradicional, provienen de las arcillas locales, una de las más resistentes del país. La bondad de estas arcillas facilitó el desarrollo de una tradición que se prolonga ahora en la incansable actividad que un nutrido movimiento de ceramistas desarrolla hoy en Camaguey.
Lisbeth creció rodeada de barro, del incesante trajín de los tejares y de los hornos alfareros. El material, más allá de sus connotaciones universales de sustancia prístina de la creación, es expresión directa del contexto que le dio origen, del ámbito que la vio nacer y crecer. Resulta natural entonces, que sus metáforas del crecimiento y formación humanas sean de barro: la materia formante de sus inicios. Porque se trata, en primer lugar, de representar los comienzos del hombre, el proceso en el que la naturaleza original humana empieza a transformarse bajo el impacto de los fenómenos que la rodean. Los golpes se pegan a la piel, permanecen con nosotros, pueden caer, ser retirados, pero siempre dejan su huella, una marca indeleble en la sustancia virgen de los principios.
Estos niños de Lisbeth, multiplicados como los ejércitos de barro de los antiguos emperadores chinos, nos provocan con la mirada, con el mohín, nos hacen meditar sobre los esquemas, las redes, que echamos sobre la infancia como operación imprescindible, indisputable, sin percatamos de la infinidad de mundos nuevos a los cuales, cerramos todo acceso. Quizá necesitemos la compañía de esta guardia de barro, no para que nos proteja de los peligros del otro mundo, como a los antiguos mandarines, sino para que nos rescaten nuestra infancia mutilada, para que nos defiendan de todas las redes y piedras que nos hecha encima la circunstancia de estar vivos.
Entonces podremos rebasar los "limites de nuestra seguridad", los límites del lugar donde nos acomoda la trama que se nos hecha encima, como sentencia inapelable. La sensación de incomodidad que nos provocaba el gesto irreverente se incrementa ahora -en la última exposición que se titula precisamente así: "Los limites de mi seguridad"- con la acción imposible, la actitud temeraria, la trasgresión de los límites de lo físicamente verosímil. Los niños de Lisbeth escapan de nuestros instintos protectores, de nuestras construcciones sobre lo seguro.
A la angustia inicial sucede inevitablemente una sensación de desahogo, de liberación. Hemos salido a un nuevo espacio, a un nuevo aire. En tal caso; ¿por qué no ir más allá de los límites impuestos? La obra de Lisbeth es precisamente eso: una reflexión sobre nuestros límites y sobre la posibilidad de rebasarlos, de liberarnos de su tiranía.
Es significativo que esta reflexión se haga a través de figuras infantiles. El niño, en nuestra sociedad, se subordina a los cuidados maternales, pertenece al reino de lo femenino.
En una sociedad machista su universo se encuentra, entonces, doblemente marginado. Su irreverencia es doblemente reveladora.
Lisbeth nos habla de límites a través de símbolos de la limitación: el niño, eso que creemos un adulto incompleto; la maternidad, eso que no reconocemos como una ocupación real; la cerámica, eso que vemos como un arte menor.
Se trata también de transgredir esos esquemas, de reflexionar acerca de su validez, acerca de su acción mutilante, opresora. Aquí la obra de Lisbet se conecta con la tendencia posmoderna que incluye e iguala los discursos alternativos de los márgenes, a la que pertenece el nuevo arte feminista. Lo hace desde una perspectiva local, intimista, coherente con el concepto mismo de marginalidad, que nos descubre un enfoque original dentro del universo de lo femenino.
Yasbel, Aziyadé, Lisbeth tienen formas de expresión muy diferentes, intereses distintos, visiones disímiles. Sus obras reconstruyen facetas del universo que las une: la pertenencia a un género, a un lugar. A través de sus creaciones podemos ver (O imaginar que vemos) parte de la mitad femenina de nuestra cultura. Ellas no son, por supuesto, las únicas creadoras relevantes egresadas de nuestra academia local, ni nuestras únicas promocionadas al Instituto Superior de Arte. Podríamos mencionar otras muchas que también viven fuera de nuestra ciudad e incluso, fuera del país. Esas circunstancias, sin embargo, no las hacen menos nuestras, menos representativas del valor de nuestra cultura, de la calidad de persona que es capaz de producir nuestra ciudad. No debemos olvidarlas porque estén lejos, ni ignorar las circunstancias y el contexto que las formó. Gracias a la escuela que se les dio, se habla ahora, dondequiera que estén, de Camaguey.